Golpe de Timón

Hace ya algo más de tres años que me embarqué en la aventura de mi propio futuro. Más o menos también por aquel entonces nacía este blog. La idea era dedicar el último año de Universidad a estudiar idiomas intensivamente y a leer ciertos textos porque veía en el horizonte la posibilidad de convertirme en miembro de la Carrera Diplomática española. Ser diplomático parecía el lugar donde iba a poder dar salida a mi vocación por lo público, por el procomún, por conocer otras culturas y por intentar influir ni que fuera ligeramente en la transformación de este mundo para dejar algo mejor tras de mí. El blog iba a ser mi cuaderno de bitácora, donde anotaría todo aquello que iba aprendiendo durante la travesía y que no debía olvidar.

Lancé el barco al agua, icé las velas y agarré fuerte el timón. Las velas se hincharon y mi pequeño barco tomó decidida dirección. Durante los dos últimos años hubo día soleados y otros de mucho oleaje, algunas tormentas, rachas de viento que era necesario aprovechar agarrando fuerte las escotas. Y durante dos años fui anotando en mi bitácora todo lo que veía, lo que aprendía y los tecnicismos de mi viaje. Era un viaje duro pero la idea de llegar era más fuerte.

Hace ahora algunos meses, decidí acercarme a proa para ver esa isla a la que quería llegar y que parecía que cada vez estaba más cerca. Amordacé las amarras y fijé la posición del timón para poder desembarazarme de ellas durante unos minutos. Bordee los escasos cuatro metros de mi barco y agarrado el mástil miré al horizonte. La isla estaba allí, lejos pero cada vez más cerca. El sol era cegador y puse mi mano sobre los ojos para poder ver mejor. Miré la isla y noté algo raro. Ella permanecía igual, el mismo color, la misma forma en la lejanía y sin embargo algo había cambiado. Volví a a mi posición y seguí avanzando.

En las semanas siguientes seguí luchando contra las mareas y disfrutando al ver los peces voladores que en ocasiones saltaban frente al casco. Sin embargo, mi embarcación ya no avanzaba tan rápido. Sin abandonar mi posición comprobé de una ojeada que todo estuviera en orden. El viento era constante, las velas estaban bien tensadas y el casco intacto. Pero ya no cortaba las olas con la intensidad de antes. Relajé la vista y enseguida me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Mi mano izquierda había dejado correr la escota, aflojando las velas y dejando que el viento se escapara. Cerré los ojos e intenté traer a mi mente la imagen de aquella isla para recuperar fuerzas. La mano no respondía. Intenté hacer más vívida la isla en mi imaginación. Ni la mano ni tampoco el brazo se tensaban para cazar las velas. Como ya había hecho antes, volví a amordazar aquella cuerda y fijé el timón. Bordeé de nuevo la embarcación, me agarré al mástil y miré al horizonte. Allí estaba. La isla, el objetivo, igual que siempre. Y de nuevo volví a notar que algo era diferente. Algo había cambiado. El color, la forma, la manera de reflejar la luz eran las mismas. Y entonces me di cuenta. Era yo quien había cambiado.

Disfrutaba los mares por los que estaba navegando pero aquella isla ya no representaba mis aspiraciones vitales. Inspiré hondo. Expiré. Y volví tranquilamente sobre mis pasos hacia la popa. Tomé mi cuaderno y me di cuenta de que últimamente el tono también había cambiado. Ya no solo escribía solamente las coordenadas de navegación sino que había empezado a plasmar otras cosas como las preguntas que me asaltaron en el mar de las dudas o las pequeñas certezas que había conocido surcando el océano de la felicidad.

Dejé a un lado la bitácora. Miré a estribor. Agarré de nuevo la escota y el timón. Miré hacia atrás y observé durante algunos minutos la estela que iba dejando. Nunca desaparecía. Las millas recorridas irían siempre conmigo. Miré al frente. Tomé aire. Tensé la mano izquierda tirando de las escota con todas mis fuerzas. Las velas se hincharon de nuevo con el vigor del primer día y dí un golpe de timón que dio un nuevo rumbo a mi pequeña nave.

Pasaron los días y me acerqué a la ruta seguida por mis amigos de La Sociedad de las Indias Electrónicas. Quería pedirles consejo acerca de nuevos lugares que visitar. Ellos los conocían bien, eran exploradores. No tardé en encontrarlos. Abarloamos nuestros barcos y mantuvimos durante días largas y fructíferas charlas cargadas de buenos consejos y marcas sobre los mapas. Con nuevas señales sobre mis cartas náuticas me despedí de mis amigos y tomé de nuevo el rumbo.

No habían pasado más que unas horas cuando escuché un fuerte estruendo. Era el sonido de un cuerno. Torné la vista hacia la popa y vi de nuevo el enorme navío de La Sociedad de las Indias Electrónicas. Enseguida me alcanzaron y cuando estuvimos alineados, mi amigo De Ugarte se asomó por la borda y empezó a darme voces. Al principio no lo oí muy bien, pero a los pocos segundos me llegaron sus palabras. «¿Quieres venir con nosotros?».

Y aquí estoy. Escribiendo desde un robusto navío, acompañado de grandes personas para atravesar un océano azul que no parece tener fin. Hoy el viento sopla fuerte y el sol ya tuesta nuestras pieles. El chasquido del casco rompiendo el mar levanta virutas de espuma que sin saber cómo saboreamos saladas en nuestros labios. Es el salitre de un nuevo mar. Lo exploraremos. Lo cartografiaremos. Es nuestro trabajo. Es nuestro destino. Llegar a Las Indias.